Después de la desamortización de Mendizábal (1835), el Real Monasterio de Santa María de Veruela, quedó abandonado. Sacado a subasta pública en 1844 pasaron gran parte de sus edificios a manos particulares. La Comisión Central de Monumentos reclamó la parte de mayor interés artístico, iniciando en 1845 obras de consolidación y mantenimiento, para frenar su degradación. Unos años después se abrió una hospedería -se alquilaban celdas a familias menestrales en los meses de verano- y el singular conjunto adquirió cierta fama como lugar de veraneo.
Su singular belleza y su aislamiento le otorgaban gran atractivo para los viajeros de entonces ansiosos de conocer sitios pintorescos y cargados de historia. Algunos de los visitantes escribieron testimonios de sus visitas y las revistas ilustradas publicaron imágenes del recinto. Entre estos viajeros figuran los poetas Augusto Ferrán Forniés (1835-1880) y Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) o el hermano de éste, el pintor Valeriano Bécquer (1833-1870).
Augusto Ferrán visitó en varias ocasiones el monasterio y residió en él gran parte de¡ año 1863. Fue tal vez quien lo dio a conocer a los hermanos Bécquer, quienes también lo visitaron más de una vez y sobre todo se instalaron en sus celdas con sus familias desde finales de 1863 a octubre de 1864, aunque en algunos momentos los artistas se desplazaron a Madrid o a Bilbao por motivos profesionales o de salud.
Esta larga temporada pasada en el monasterio vertebra toda su relación con el lugar. De este viaje han quedado las cartas
Desde mi celda, de Gustavo Adolfo, publicadas en el periódico madrileño
El Contemporáneo entre el 3 de mayo y el 6 de octubre
de 1864. De Valeriano Bécquer, sobre todo, los álbumes Expedición
de Veruela
(Columbia University, Nueva York) e Spanish Sketches
(Biblioteca Nacional, Madrid), además de algunos óleos o grabados realizados sobre sus dibujos y publicados por revistas como Museo Universal.
En las nueve cartas Desde mi celda, Gustavo Adolfo contó para los lectores de El Contemporáneo su viaje
desde Madrid a Veruela en la primavera de 1864, su vida durante
los meses siguientes en el monasterio y, finalmente, en la última carta, la leyenda de la fundación del cenobio promovida por D. Pedro de Atarés.
Entretanto, Valeriano iba dibujando y pintando aquellos lugares, sus tipos y sus costumbres con minuciosidad exquisita.
Cinco álbumes y sus cuadros recogen las vicisitudes de la vida cotidiana de los artistas y sus familias a la par que ofrecen una muestra de
su quehacer como pintor
arqueologista, de costumbres y de sus tanteos como pintor paisajista moderno y caricaturista.
Los escritos y las pinturas de los hermanos Bécquer tuvieron desde entonces una importancia decisiva en el conocimiento y la difusión del Monasterio de Santa María de Veruela, que de su mano se ha convertido en uno de los lugares más
emblemáticos del romanticismo español. Sus obras son hoy la mejor guía para el viajero que llega a sus puertas dispuesto a viajar a tiempos pasados -o no tanto- en los que la memoria y el ensueño tenían un prestigio, que quizás hoy han perdido.
Esta exposición permanente, ubicada en algunas de las celdas del monasterio nuevo donde residieron, pone al alcance de los visitantes imágenes y textos de los artistas -junto con otros documentos que las completan y
contextualizan-, que muestran el profundo análisis que llevaron a cabo de la zona del
Somontano del Moncayo. Porque no sólo Veruela sino toda la comarca -desde Vera a Añón o desde Alcalá a
Trasmoz- comparecen insistentes en sus trabajos.
Un aula didáctica, equipada con medios audiovisuales, la publicación de un anuario
-El
gnomo, boletín de estudios becquerianos (desde 1992)-, la colección
(Desde mi celda» de estudios becquerianos y el archivo de documentación sobre los Bécquer y su tiempo al que se ha incorporado ya el legado del
becquerianista Robert Pageard, componen el conjunto de iniciativas con las que la Diputación de Zaragoza, institución titular actual del monasterio, quiere continuar facilitando su mejor conocimiento y el de los artistas que más han contribuido a su proyección internacional.
Acaso se logre salvar así del olvido todo aquello y que el visitante actual de «El Escorial de Aragón» -como definió Gustavo Adolfo el singular conjunto cisterciense- pueda sentir como él «ese indefinible encanto, esa vaguedad misteriosa», «el perfume de un paraíso distante» que se desprende de sus milenarias piedras y de todo el «escondido valle de Veruela». |